Si hay algo que caracteriza a Patricia Bullrich, además de su vehemencia discursiva, es su increíble capacidad de adaptación ideológica. La presidenta del PRO ha transitado por tantos espacios políticos y ha defendido tantas posturas opuestas que, más que una líder con convicciones, parece una experta en el arte del camuflaje político.
Las imágenes lo dicen todo. Bullrich posando con carteles de Ni Una Menos, rodeada de banderas LGBT+, y hasta en una marcha con personas en ropa interior, contrastan brutalmente con su discurso actual, donde ataca con fiereza a los movimientos feministas, a la diversidad y a cualquier manifestación social que no encaje con su nueva imagen de “defensora de la patria y el orden”.
Recientemente, en un mensaje en redes sociales, Bullrich denunció:
“Otra marcha de los grupos militantes que desprecian a la Argentina que trabaja y progresa. Los que niegan nuestra historia. Los que insultan a nuestros próceres. Los que profanan nuestros monumentos y niegan nuestra bandera.”
Sin embargo, estas palabras se desmoronan cuando recordamos su pasado. ¿No era ella la misma que se mostraba con pancartas feministas? ¿No era la misma que, sin problemas, posaba con jóvenes en ropa interior en plena calle? ¿No era la que levantaba la bandera del progresismo cuando le convenía?
El problema no es cambiar de opinión, sino hacerlo según la conveniencia política del momento. Bullrich no es solo un reflejo de la crisis de representación política en Argentina, sino un símbolo de cómo el oportunismo puede disfrazarse de ideología.
Hoy, su discurso es otro. Se enarbola como la defensora del “orden” y acusa a los movimientos sociales de ser una “farsa”. Pero, ¿hasta cuándo le durará esta postura? Porque si algo nos ha demostrado su carrera, es que siempre está lista para dar otro volantazo cuando el viento cambia.